Vistas de página en total

viernes, 26 de abril de 2013

Arquitectura: técnica y construcción



En el curso de la historia, la arquitectura ha descubierto nuevos sistemas para levantar sus alturas, para aumentar la anchura espacial entre muros y apoyos, al mismo tiempo que ha aprendido a economizar esfuerzos y energía. El avance de la técnica sigue un camino en que la meta es mayor perfección con menor esfuerzo. Es un camino de rutas accidentadas, de logros y fracasos, de descubrimientos y olvidos. Del mismo modo que la técnica impulsa el cambio en las formas de arquitectura, el deseo de construir nuevas formas de edificios invita al hombre a idear artilugios técnicos que las hagan posibles. La imaginación que tiende a proponer empresas nuevas pero no imposibles es el motor de la técnica, la técnica es la inspiradora de la imaginación. La arquitectura ha desarrollado el conocimiento de los materiales y sus posibilidades de manejo y de articulación y paralelamente ha investigado los sistemas  estructurales y su relación con los materiales. Las estructuras de formas continuas y de grandes masas y las reticulares, más ligeras, han ido alternando su uso y su desarrollo, cada una de ellas ha sugerido la utilización de formas espaciales adecuadas. El conocimiento de un sistema estructural determinado queda a veces estancado hasta que, pasados los siglos, se continúa aquella vía abierta y se lleva a su fin con gran celeridad. Estos son los hilos que mueven la apariencia, el secreto y el truco de la arquitectura. A partir de combinaciones casi infinitas de las distintas posibilidades estructurales y constructivas, se ha obtenido el inventario histórico. Grecia conoció solamente el sistema estructural que llamamos adintelado, pilares que soportan vigas rectas horizontales. La grandiosidad de la estructura de los templos se conseguía a base de piedras enormes que se soportaban unas a otras por la ley de la gravedad y por rozamiento. La precisión ornamental se aseguraba labrando las piedras ya encajadas en la obra. 

En los cuentos, los seres pequeños se identifican con la astucia y suelen resultar victoriosos frente a la fuerza del gigante. El Caballo de Troya nos deleita porque esconde las piezas de un ejército; su truco es la multiplicidad de su composición oculta. La sabiduría de Roma consistió en utilizar elementos constructivos pequeños y desarrollar la técnica de la cohesión. Materiales granulares y mortero de cal forman la argamasa romana, un hormigón primitivo que se vertía entre parámetros constituidos por trozos de piedra pequeña y poco regular, entre parámetros de piezas de cerámica, barro cocido en forma de ladrillos triangulares o de pequeñas pirámides de base cuadrada que se colocaban con los vértices hacia el interior del muro de argamasa. Para que la arquitectura romana estuviera dispuesta a colonizar el mundo hizo falta otra muestra de ingenio estructural: la alianza de estos materiales constructivos con la forma del arco y sus derivados, la bóveda y la cúpula. Esta técnica estructural, a la que llamamos abovedada, tenía precedentes en Egipto y Mesopotamia. El espacio tomó las formas más variadas, resultantes de la unión de las figuras geométricas de las plantas y las correspondientes formas abovedadas de las cubiertas. La figura del arco es expresión de economía estructural y permite cubrir espacios de mayor anchura que las vigas rectas. Su comportamiento es más eficaz en distribuciones espaciales de estancias paralelas, que contrarrestan mutuamente los empujes laterales. El sentido común romano llegó aun más lejos, ingeniándoselas para dotar a las grandes moles de ladrillo y argamasa de una apariencia noble, aplacando la estructura con lajas de piedras de gran riqueza. Con esta técnica decorativa se inauguró un viejo juego arquitectónico que consiste en ocultar o mostrar a conveniencia la realidad que soporta el edificio. En el arte siempre existe una parte de ilusión: los romanos superponían delgadas columnas a sus muros, haciendo que se entendieran como mágicas, sustentadoras de espacios que parecían más ligeros a los engañadores sentidos. El tiempo, con la ruina de aquellos edificios, ha revelado sus secretos, mostrando una anatomía de masas estructurales y decoración superpuesta.

El Gótico llegó al conocimiento de una estructura marcadamente reticular, pero no lo hizo a través del dintel griego, sino a través de las formas abovedadas. En este punto la técnica sufrió un vuelco: el impulso lo dio el deseo de perforar los pesados muros que la Edad Media había heredado de Roma, y abrir la catedral al paso de la luz. Las nervaduras de las bóvedas, que quizás habían empezado por ser ornamentos superpuestos a las aristas de las bóvedas de crucería adquirieron un papel estructural: los gruesos pilares se estilizaron en finas columnas y los arbotantes soportaron los empujes laterales, en sustitución de la masa del contrafuerte. A medida que la estructura gótica se aligeraba, sus elementos se hacían más delgados, hasta convertir la catedral en un esqueleto de líneas activas. Pero las catedrales se construyeron en piedra, muros regulares de sillería como en las más costosas construcciones románicas, y la delgadez de los elementos estructurales tenía un límite que dictaba la consistencia del material. 

El hierro hubiese podido continuar hacia la diafanidad absoluta, pero la técnica de su manipulación constructiva no estaba experimentada en el siglo XIII. Las catedrales crecían en altura mientras perfeccionaban el sistema estructural, solo se detuvieron en bóvedas que transgredían su altura lógica. Las crónicas recogen descripciones de apocalípticos derrumbamientos de bóvedas que transgredían su altura lógica. El Gótico no se detuvo por prudencia, como lo haría el Renacimiento, sino por la experiencia del fracaso, pero la locura de sondear las posibilidades de la piedra hasta el límite es uno de los ejercicios técnicos más notables de la historia. 




El Renacimiento no construyó para sobrepasar al hombre, sino para darle un marco armonioso que reflejara la grandiosidad espiritual de la Antigüedad, sin llegar a repetir el tamaño colosal de su arquitectura. La construcción se dedicó a sistemizar las estructuras y el uso de los materiales tradicionales, poniéndolos al servicio del diseño  y de la racionalidad espacial. A pesar de las anécdotas que pretenden reflejar una competición entre las grandes cúpulas del clasicismo, es evidente que llevar un sistema estructural hasta el límite de sus posibilidades, es algo que no tentó nunca a los arquitectos renacentistas. 

Los sistemas estructurales utilizados por el Renacimiento se basan en las formas continuas, muros, bóvedas y cúpulas, de masas más ligeras que las de Roma, en las estructuras adinteladas, decorativas o no, y en el uso combinado de columnas y cubiertas abovedadas. Los materiales que construyen los edificios renacentistas habían sido experimentados por Roma y por la Edad Media: muros y bóvedas de mampostería y de ladrillo, mejorando su comportamiento a partir de la regularidad y la disposición más cohesiva, muros de sillería, en las ocasiones en las que se quiere mostrar la piedra tallada regularmente, y fustes de columnas en piedras bellamente trabajadas. Asimismo se utilizó el revoque y el aplacado sobre muros bastos con piedras y mármoles, pero con más comedimiento que en la Antigüedad romana. La arquitectura de la cultura clásica estuvo definida por el triunfo del diseño y el uso cada vez más científico de las técnicas ya experimentadas en el pasado. El desarrollo gótico de los esqueletos de nervadura y líneas de fuerza encontró su aliado perfecto en un material nuevo para la construcción: el hierro. El siglo XIX estuvo en condiciones de obtener distintas formas de hierro manipulado para su uso en estructuras. Los ingenieros, en primer lugar, y los arquitectos, más tarde, investigaron y probaron las posibilidades constructivas del nuevo material. La retícula fue el concepto de estructura prevaleciente, junto con el hormigón armado, es la forma estructural que más se acerca a la aspiración de conseguir el mayor espacio cubierto con un menor derroche de energía. 

Las primeras estructuras metálicas estaban asociadas al uso del arco como sistema de cubierta y a la sucesión de arcos que se soportan mutuamente. Mercados, estaciones y puentes recuerdan viejos esquemas basilicales que se hubieran desmaterializado. El hierro consiguió mejorar el sistema adintelado, al permitir construir con él vigas de gran canto y de poco peso. El hierro hizo posible la carrera del progreso y la colonización industrial del mundo en muy breve tiempo, también hizo posible los primeros edificios urbanos de gran altura que aparecieron en América, donde el suelo alcanzó pronto un valor desorbitado. En Chicago, los primeros rascacielos reanudaron, a finales del siglo XIX, el camino del crecimiento en altura de las catedrales, aunque siguieron cubriendo sus estructuras de acero con murallas pétreas ornamentadas con el lenguaje de los estilos arquitectónicos. El Modernismo combinó con sabiduría la piedra, el ladrillo y el hierro, su fuerzas constructivas y plásticas. Los constructores modernistas, enamorados tardíos de las culturas populares y medievales, como lo había sido la literatura romántica, rescataron al ladillo de su confinamiento en la humildad absoluta. La sinceridad constructiva del Gótico fue tomada como modelo en estas obras. Mies van der Rohe ofreció a la estructura metálica la imagen moderna que todavía no había encontrado en arquitectura. Entendió que la esencia del acero era dar diafanidad al espacio que envolvía, solamente aislandolo de la piedra se podían explotar sus recursos: la compartimentación del espacio por planos no estructurales, completamente libres de cargas, delicadamente aislados de la estructura, y construidos con materiales que van desde la madera hasta las piedras semipreciosas. La casa Farnsworth, construida en 1950 en el estado de Illinois, es la pieza maestra de este concepto estructural, es una burbuja habitable de la naturaleza. A partir de Mies, los rascacielos puedieron convertirse en monolitos de cristal, sostenidos por un alma ligera, de apariencia casi inmaterial. 

El último logro estructural de la arquitectura que ha quitado protagonismo al hierro en este siglo ha sido el uso del hormigón armado. También este avance es fruto de una alianza: la del hierro y del hormigón, es decir, la de uno de los últimos materiales utilizados en construcción con otro de los más antiguos. El hormigón moderno es distinto en composición a la argamasa romana, aunque básicamente es la misma asociación de materiales granulares, agua y cemento. La armadura de hierro permite la estilización máxima de los elementos de hormigón, pilares, vigas, y ocasionalmente, arcos. La idea básica vuelve a ser la retícula estructural. A finales del siglo del hierro se construyeron los primeros edificios de hormigón armado, y en los primeros años del siglo XX, de la mano del arquitecto francés August Perret, estas estructuras comenzaron a descubrir sus posibilidades estéticas. El hormigón armado es la materia con la que experimentan las formas de la arquitectura moderna. El hormigón nunca podría competir en diafanidad con el hierro, pero, la presencia de su materia, la imagen de su volumen y su textura son esencialmente arquitectónicas. La perfección de las últimas construcciones reticulares de hormigón del arquitecto Pier Luigi Nervi  adoptan la belleza de los esqueletos de líneas regulares, mostrando el recorrido de las fuerzas arquitectónicas, sin prescindir de la contundencia material. Quizás por esta razón la modernidad ha preferido armado, porque sentía y temía que la materia se le escapara de las manos. 



No hay comentarios:

Publicar un comentario