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domingo, 10 de marzo de 2013

El hombre arquitecto



Cuando el hombre construye, la mente y la mano cooperan de un modo único, excepcional, que tal vez sea la característica más destacada de la especie. Como reza una inscripción en el Trocadero parisino "Nada puede la una sin la otra". Para todo historiador del arte, esta evidencia inicial, vista con más detenimiento, supone una interrelación entre los fines que la inteligencia establece y los medios que la técnica proporciona: la técnica no deja de plantear cuestiones que sugieren experiencias, las experiencias despiertan nuevas ambiciones, etc. La historia solo se pone verdaderamente en marcha cuando al qué y al como se le agrega el dónde y cuando. Toda la historia de la arquitectura surge de la combinación metódica de estos cuatro interrogantes que generan todo el saber en estos ámbitos. Los instrumentos se encuentran a disposición de la acción inteligente solo si hay un lugar, una estancia donde almacenar materiales y herramientas. El acondicionamiento del medio supone cuadricular la superficie, conocer las dimensiones del cielo y de la tierra, atender a los ejes que rigen la entrada de la salida. Desde el Neolítico las sociedades humanas aprendieron a hacerse sedentarias. La noción del lugar, que iba a regir en todas las épocas posteriores, introducía la introducción de un poder que, en definitiva solo puede llamarse arquitectura.  

El hombre de nuestras civilizaciones comenzó a conquistar el espacio mediante una asociación inicial de residencia y movimiento. Todo comenzó con el acondicionamiento del lugar como punto de referencia y como recurso, y no solo como estancia. A cada civilización se la juzgará de acuerdo con el tratamiento y distribución que ha dado a los elementos de su espacio vital. Ello nos conduce a conceder una dignidad inmerecida a los elementos toscos, y tan a menudo mediocres   y descuidados de la civilización industrial. Generalmente ya no tienen el alto valor de señal concedida desde el amanecer de la historia a los postes, las pirámides, las torres espirales, los templos de las acrópolis, etc. Afortunadamente, la finalidad de las grandes señales de iniciación y delimitación del espacio aparecen periódicamente en iniciativas como la Tour Eiffel, el Golden Gate o el Cristo de Río de Janeiro.

Cuando una obra abundantemente ilustrada propone un panorama de la arquitectura universal, el espacio de nuestro universo sufre una especie de brusca contracción. El mundo, plagado de indicaciones y redes invisibles tendidas de un paisaje a otro, se convierte entonces en maqueta. Los continentes, y en su interior las regiones, quedan bruscamente reducidos a sus símbolos, mediante una operación familiar en todas las épocas y particularmente apreciable en los mapas de antaño. Los productos del homo architector deben observarse siempre de lejos, conjugando el paisaje con la obra: hoy en día hasta tenemos el privilegio de contemplarlo desde el cielo, a vuelo de pájaro, lo que ha contribuida a avivar nuestra percepción de forma completa y de su inserción en el suelo, en un paisaje, en lo más profundo de un horizonte. 




Exterior e interior: resulta imposible dar una opinión sobre la obra del homo architector sin recurrir a esta doble noción. Es la correspondencia entre el efecto interior (volumen) y el organismo exterior (masa) lo que determina el propio hecho arquitectónico. Prueba de ello es que interior y exterior tienden a confundirse: abandonamos una habitación para entrar en otra, salimos a la calle y ésta se convierte, de inmediato, en el medio dentro del cual evolucionamos, y nos sentimos desdichados si advertimos que no se la ha tratado como tal, si es no-arquitectura, como tantas vías públicas abandonadas por azar. Agradecemos súbitamente, toda intervención motivada, indicación, señal o conexión decorativa que aparezca ante nuestros ojos.  Si entramos en un pueblo o en una ciudad es porque constituye una realidad sentida como tal, manifestada antaño por una envoltura protectora y hoy en día por cierta densidad de lo edificado y de los servicios. Tan pronto como aparecen ante nuestros ojos, según los criterios tradicionales, el entorno de una plaza dispuesta alrededor de un arco preservado de la destrucción, una puerta monumental, un pórtico o una fachada prominente, la ciudad ofrece un rostro, que puede celebrarse o rechazarse. 

Todo tipo de arquitectura proviene de una reagrupación y una articulación en formas provenientes de una voluntad que se ha impuesto al material. Un conjunto construido produce, incluso en el espectador más superficial y distraído, una impresión informativa: el trabajo hecho con piedras y guijarros, o con acero y vidrio, la organización de las edificaciones, y finalmente, lo que se denomina concepción de conjunto, cosas, todas ellas que son explícitas o es preciso precisar. Las leyes de la gravedad nunca han permitido vacilar por mucho tiempo ni quedarse en lo aproximado. 

Considerar la arquitectura como arte nos conduce a plantearnos la esencia misma del arte. Arte: concepto amplio, huidizo a las definiciones, de finalidad siempre ambigua, de carácter fascinante. Quizás sería posible definir el arte a partir de este carácter intangible, arte como aquello que sobrepasa y excede la mera necesidad. La arquitectura será entonces considerada arte en la medida que no se limita a satisfacer la necesidad de cobijo para las actividades del hombre. La arquitectura cumple y sobrepasa esa necesidad, haciendo del entorno humano una infinita fuente de placer, llena de belleza, cuajada de símbolos y referencias que apelan al alma humana. 




Tanto el ideal arquitectónico, su significado y su valor estético, como el concepto mismo de arte han variado en el transcurso de la historia de la cultura. Sin embargo, es constante el deseo de plantear, a través de la arquitectura, un reto a la inteligencia de los hombres. Es preciso imaginar las difíciles condiciones de vida del siglo XIII para maravillarse de la aparición de las grandes catedrales, cuya altura no obedece a ningún requisito funcional sino a la necesidad espiritual de ofrecer al cielo la más difícil batalla emprendida contra la ley de la gravedad. Incluso en épocas más mesuradas y realistas encontramos ese reto a la inteligencia, esa forma de sobrepasar la pura necesidad para iniciar el juego artístico. Miguel Ángel tardó mucho tiempo, dudó infinitas veces, en proyectar definitivamente la escalera de la Biblioteca Laurenciana de Florencia. No era más que una simple escalera que salvaba un desnivel de pocos metros, pero Miguel Ángel quería hacer de ese grupo de peldaños una verdadera escultura, y por ello su trabajo se hizo tan difícil. La idea de arte del siglo XVI era distinta a la nuestra, pero aquello que perseguía Miguel Ángel es lo mismo que persiguen tantos arquitectos modernos: algo que vive en el reino de las obras de arte. 

En arquitectura es indispensable tener en cuenta el proyecto. La ejecución de las obras es la última etapa del quehacer arquitectónico. Al principio existe siempre un proyecto, concepción mental de la futura obra. El arquitecto, antes incluso de trabajar con sus manos, dibujando y representando, trabaja con su imaginación, esa facultad de prefigurar algo que todavía no existe, de fabricar imágenes mentales. La arquitectura se enfrenta en este punto con la nada, con el vacío que la precede. La imaginación y la memoria tejen un tapiz de novedad y de recuerdo: las imágenes ya vistas se entrecruzan con las creadas. La conciencia persigue formas recordadas y la inconsciencia ofrece otras solo entrevistas. Esa fusión de memoria y fantasía es el motor primero de la obra de arte. 

Los maestros constructores de catedrales escuchaban los relatos de los cruzados que habían visto Santa Sofía de Constantinopla y explicaban las maravillas de aquel templo resplandeciente. Mientras la imaginación de los constructores se poblaba de luces y brillos, buscando una imagen de aquel templo nunca visto, acudían a ellos otras fantasías: lentamente se formaba la idea de la futura catedral, de la luz de su interior, de la disposición de sus partes. Cuando los arquitectos del Renacimiento intentaban concebir sus obras según la manera romana tenían que empezar a formarse una idea de aquel pasado ya entonces remoto. Esta operación quedaba en manos de la imaginación, que fundía y relacionaba datos dictados por las ruinas con datos contenidos en los textos antiguos y con una veneración hacia el pasado que imprimía carácter de sueño a su arquitectura. Además de la imaginación, otros elementos en este preámbulo de la obra: el conocimiento del uso a que se destinará, la idea de adecuación a su entorno, al paisaje, a un tiempo histórico y a una cultura. También pueden ser elementos configuradores la casualidad y el azar, incluso el capricho, el humor y el estado de ánimo del arquitecto, Leonardo invitaba a los pintores faltos de imaginación a que se fijaran en las formas del azar, como las manchas de las paredes y las figuras de las nubes, a que vieran las imágenes vivas que existen en ellas y comenzaran a pintar a partir de esos modelos. De todas estas operaciones mentales surge la idea de la arquitectura, más tarde se perfila, se concreta y se emancipa del pensamiento. Otros instrumentos y otras facultades ayudarán a convertirla, finalmente, en obra. 



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